
De pronto, apareció una gran curva en la que me esperaba mi guía, que con una sonrisa socarrona, me dice: “Mi teniente, llegamos… ahí está... ZUMBA”.

Un valle que se deslizaba hacia el sur, en cuyo declive se asentaba mi hogar futuro, me pone ante mis ojos absortos, una población toda ella con una cincuentena de casas cubiertas, la mayoría, con techumbres de zinc, de una planta de edificación y unas pocas de dos pisos, la mayoría con estructura de madera, unas pocas de bahareque y una que otra, con paredes de adobe y cubiertas de teja.
Una calle principal, que desde el arranque de la pequeña urbe, recostada a las faldas del Colorado se deslizaba a lo largo de la población haciendo curvas en “ese”, se perdía en lontananza muy allá en el sur, -porque yo asumía- que ya que había viajado siempre en oposición al norte, desde que inicié mi aventura, todo lo que encontraría adelante, forzosamente tenía que ser el sur.