Un safari más allá de Yangana

ran las 7 de la mañana del jueves 21 de agosto, cuando abandonamos Crucero, para avanzar hasta donde las fuerzas nos ayuden. Caramba que en esta tercera jornada de viaje, el tobillo más y más me molestaba y me obligaba a detenerme a menudo, pero así y todo seguimos en la brega, el dolor no me iba a impedir el logro de mis anhelos. Camina y camina, a las 9 de la mañana ya estuvimos en Valladolid, ese verde vergel tan lleno de frutales y flores hermosas, de gente servicial y sana, en donde ya alguna vez anoté, se podía encontrar las huellas arqueológicas de lo que en la antigüedad había sido una villa floreciente, pero que fue destruida en alguno de los levantamientos de los nativos en contra del abuso de la soldadesca y codicia hispana. 


Pero esta vez si bien me solacé con la belleza que yo encontraba en este paraje, no pude detenerme, había algo más urgente que demandaba mi atención y mi interés, sobre todo pensando en cómo me iba a desenvolver en el ascenso duro hacia Cruz Grande y peor, en el descenso, una vez coronada la cumbre, bajar haciendo pininos y sentándome a cada rato, dejando que mi guía se adelantara para no entorpecer su marcha ni la de la mula. Hasta ahora pienso cómo lo hice en tan delicada situación y con tanto dolor, hasta llegar al fondo de la garganta en el Carrizal, desde donde al frente en las alturas se adivinaba el tambo de Achupallas. A las 12 llegué al fondo de la quebrada Honda, que como su nombre lo indica era bien profunda y en donde ya botaba la toalla, pero pensando en que trepando por la otra vertiente podría descansar mi “patita” en el tambo, sacando fuerzas de flaqueza, continué la trepada paso a paso despacito hasta que llegué a la cumbre en donde me esperaban el guía y mi mulita, ya que, como no había otro sendero o chaquiñán, no había donde perderse y así dolorido y cansado, exhausto, siendo las dos y media de la tarde estuve a la cita y por fin pude descansar mi cuerpito y sobre todo mi “chueca pata” que tanta dificultad me causaba.


A poco, la lluvia y la neblina que cada tarde inundaba la zona, nos cubrió, pero yo en mi catre solo me moví para servirme el aguado de gallina humeante y el cafecito con verde que nos brindó el encargado del tambo de Achupallas.


Este tambo se encontraba en pleno nudo de Sabanilla y cuando analizo la carta topográfica me siento aturdido con tanta vuelta y revuelta que los accidentes orográficos del sitio señalan y entonces siento cierto orgullo por haber sido capaz de haber sobrevivido a tanta calamidad.