El mayor susto que me faltaba por vivir, llegó ya a las puertas de este poblado en forma de un gran puente colgante de bejucos y lianas que se bamboleaba según la dirección del viento, empeorado por el tremendo ruido que hacía el Río Palanda, que se había convertido en un respetable gran río muy torrentoso y amenazador.
Con el espíritu sobrecogido, me detuve en el extremo al que habíamos llegado y no sabía qué hacer.
Sin avergonzarme en absoluto, pedí a mi guía instrucciones para pasar el dichoso obstáculo. Muy comedidamente, luego de acomodar a las mulas, para el “sogueo” que había que hacer, no vaciló en instruirme acerca del procedimiento a seguir. Airosamente como gente acostumbrada a vivir en medio de estas condiciones, emprendió el paso por la mitad del puente colgante con mucha facilidad mientras me gritaba qué hacer cuando me toque el turno de hacerlo, porque el ruido ensordecedor del río no permitía una conversación corriente.
Luego de que pasó para enseñarme cómo hacerlo, retornó a mi lado para darme otras instrucciones y a esperar mi paso.
Con el alma atravesada, inicié tímidamente mi paso, con vacilantes e inseguros pininos y asiéndome fuertemente de los bordes del colgante que como maldición me parecía que se bamboleaba más y más y yo muerto de pánico mientras lo atravesaba. Ya en la mitad de mi travesía, aunque me había recomendado que no vaya a espiar el movimiento del río, de reojo, yo lo miraba y a poco me apareció un mareo y un conato de vómito a duras penas reprimido que me obligó a ponerme en cuclillas hasta que supere este enojoso incidente causado por el vértigo. Una vez superada esta crisis, con inseguros pasos continué adelante hasta que llegué sano y salvo al otro lado del puente y respiré aliviado agradeciendo a Dios por haberme ayudado.