!Qué duro resultó el ascenso¡, horas y más horas de empujar al mular, para que trepe y nosotros con ellos: atrás, atrás. El cansancio era abrumador y en silencio, ya que sumidos en nuestros propios pensamientos ahorrábamos energías... pensábamos. Yo lo hacía sobre mi pasado, en lo que había dejado atrás, y no me avergüenzo al confesar, que lleno de lástima hacia mí mismo, me puse a llorar y sorber mis lágrimas que eran abundantes.
Ya en la cumbre, miramos al frente de la otra montaña y alcanzamos a ver el Tambo de Achupallas de donde habíamos partido en las primeras horas de la mañana.
A tomar un poco de agua de panela se ha dicho y a reposar un instante porque nos venía, otro gran obstáculo, la cuesta de Cruz Grande.
Pues claro que hubo mucha razón para bautizar a esta elevación con ese socorrido nombre, porque sí era grande, con muchos pedregales y rocas de diverso color y tamaño.
Transcurría el tiempo y no había trazas de terminar nuestra jornada viajera.
Cuando encontramos en el trayecto, una cruz a la vera del camino, rezamos en silencio porque parece que por algo fue colocada y, nada mejor que rezar y rogar porque nuestros pesares tengan un buen final.