Un safari más allá de Yangana

l viernes, 16 de agosto, la mañana está muy fría y la neblina cubre todos los puntos cardinales, sin embargo ello no iba a constituirse en un impedimento para que continuemos el viaje. Las botas enlodadas se habían secado al amor de la lumbre, las prendas están impregnadas con olor a humo, pero no  importa ya que no hay con qué mudarse.


Tras ligeras frases de despedida con las que demostramos nuestra gratitud por la atención que se nos brindó en la víspera, preparamos las cabalgaduras, revisamos que todo esté en orden y nos aprestamos al descenso hacia la Quebrada Honda, así llamada porque así mismo era -bien  honda- según aprendí más luego, cuando entre un pequeño claro que hizo la neblina, entreví una gran profundidad y, al averiguar a mi guía me ratificó mi impresión y el nombre de la profunda grieta entre las montañas.


“Mire, mi Teniente -me  interrumpió mi guía mientras descendíamos- ¿alcanza a ver allá en frente?


¿Qué? le respondí.


Esa montaña que se vé allá -mientras apuntaba con su dedo- ¿cuánta  distancia cree que hay desde aquí, hasta allá?”


A ojo de buen cubero, toda vez que sí se alcanzaba a ver detalles de su vegetación entre roquedales y pequeños árboles, respondí: “creo que  habrá un  kilómetro de distancia. Más o menos mi Teniente, me respondió. Se llama El Carrizal, pero ¿cuánto tiempo cree que nos tomará para llegar allí?


Ingenuamente respondí, creo que una hora.”


Cueva Macanchi inclinó su cabeza y siguió arreando su mular.


La pendiente se iba tornando más difícil y peligrosa y, en un lugar apropiado  me apeé de mi cabalgadura, porque me daba miedo de que se vaya a resbalar la mula y fuera de mí.


Arranqué una rama de un arbusto cercano y como le había visto a mi guía cómo  arreaba a su mula, también yo en su momento preferí caminar detrás   de mi animal y apresuré la marcha, profiriendo gritos para que se animara mi  mulita.


Me dio resultado, porque la pica por la que descendíamos cada vez más se iba estrechando, a tal punto, que en algunos tramos del trayecto, la anchura de la senda apenas permitía el paso del animal y, a la fuerza había que desmontar para no lastimarse las rodillas.