Un safari más allá de Yangana

odos los amigos, nos reunimos en horas de la noche en casa de “Antuco” Regalado y de doña Lucita, su esposa, quienes se extremaron para hacerme un homenaje de despedida, qué decir de Ednita con su enamorado Marcelo y de los chicos, hijos de ese respetable hogar afincado en Zumba desde hacía mucho tiempo.

Lo que son las cosas... nadie, ni yo mismo que era el principal protagonista interesado para activar lo necesario para poder partir, jamás imaginé lo que iba a sucederme y al tener que reprimir mi ansiedad por partir, creo que descuidé alguna providencia y precaución, que motivó la desgracia que cayó sobre mi cabeza y más que en ella sobre mi tobillo derecho. 

Los hechos se sucedieron así para mi fatalidad en ese trance.

Había sido costumbre ancestral, entre todo el personal de Oficiales que abandonaban la Unidad en Zumba, que cuando salían con el pase, a nivel de El Colorado, que era la colina que dominaba el norte de la población, en son de adiós o despedida, disparaban un tiro con su pistola de reglamento y así se me aleccionó para que procediera según la tradición. Yo entusiasmado con la novedad, no iba a ser menos, ya que conocía el manejo de la Colt de dotación y premunido -de lo que creía eran buenos presagios-, no dormí bien en esta noche del 13 a 14 de agosto, alistada mi maleta con mis pertenencias y mis libros que los acomodé muy temprano en el mular que me conduciría hacia lo que imaginaba nuevas rutas.

Eran las 4 de la madrugada, cuando emprendí la trepada hacia El Colorado, montado en mi mula de andar tranquilo y cansino. Estaba muy eufórico y feliz a tal punto, que en cuanto llegué a la cumbre, me apresté al dichoso disparo de despedida y en efecto en el momento que creí oportuno realicé la operación -con tan mala suerte-, que mi mula, que creo nadie le había contado o informado acerca de ese particular, o era recién llegada, se espantó con el estampido, de tal manera que me arrojó fuera de su lomo y apretó a correr adelante por donde se imaginó era de ir con todas mis pertenencias, mientras que, infeliz de mí, estaba aturdido en el piso y con la desagradable sorpresa de no tener mi cabalgadura y con la vergüenza de saberme en tan triste condición, rayando en lo ridículo y tragicómico.