prendí cómo se llamaba cada uno de los aperos con los que se enjaezaba al animal y cómo lograr que un ajuste preciso evite el peligro de una resbalada o una caída que era muy peligrosa en esos parajes.
En la madrugada del jueves 15 de agosto, un amanecer frío, colmado de espesa neblina, y para mí con presagios sin nombre, conocí al Soldado Cueva Macanchi, el “correo militar”, que se constituiría en mi guía y compañero de cuitas.
Se me facilitó el poncho de aguas que lo tercié a través del lomo de mi “transporte”, una mula de color oscuro, que con inquisidores ojos a lo mejor burlones, me miró cuando nos presentaron, percatándose de mi timidez y de mi ignorancia para manejarla. Sin embargo dócilmente permitió que me “embarcara”, apoyándome en el estribo. Detrás de mi persona en lo que sobraba del lomo se acomodó la alforja con mis pertenencias “de mano”, ya que lo más grande: mi ropa, mis libros, en otra maleta grande, sería transportada más tarde, por otro mular que conformaba una recua mayor de animales, que llevarían alimentos y vituallas para los miembros de la guarnición con sede en Zumba: la C.I. 17 – que así era la denominación del destacamento a donde tenía que arribar no sé en cuantos días de marcha.
Atemorizado, me preocupo por avizorar por donde era el camino por el cual íbamos a seguir ya que entre la neblina, únicamente veía tras la bruma, elevadas montañas y más montañas, y nada de camino.
El animal, en el frío mañanero emitía vapores a través de sus narices y nerviosamente movía sus extremidades como haciendo un calentamiento previo y entre sus belfos, tascaba el freno que se prolongaba con dos largas riendas que llegaban a las manos del “operador”. Si tiraba de la rienda derecha, la cabeza de la mula se suponía que se dirigía hacia la derecha y se encaminaba por esa dirección, y con la rienda izquierda, igual, tirándola se iba hacia la izquierda. Además en las cuestas, se aflojaba o se tiraba de ambas riendas al unísono, para frenar o para aflojar la marcha... ¡ Facilito !