Un safari más allá de Yangana

s el amanecer del domingo 18 de agosto de 1957. Vamos a iniciar nuestro cuarto día de marcha.


Cuando se ha despejado un tanto la neblina, se nos hace mirar un poco hacia el sureste de donde nos encontramos y allá, lejos muy abajo, se alcanzan a mirar techumbres de zinc, alumbradas por el naciente Sol del día, y se nos dice que es Isimanchi, adonde tendremos que descender, a orillas del río del mismo nombre.


Sin dudarlo, una vez que ya estamos hechos a las armas, lo que se dice, mulares y hombres comenzamos a descender. La gradiente es bastante  significativa y  más que bajar, nos deslizamos y lo hacemos con cierta soltura.


A las 7 de la mañana, habíamos iniciado el descenso, y, tres horas más tarde, esto es a las 10 de la mañana, llegamos al poblado de Isimanchi, una zona minera por excelencia -según se nos informa por parte de los vecinos del lugar- que habían crecido desde sus antecesores dedicándose a lavar el oro, que en forma de laminillas se apreciaba entre las arenas del río, y que, con mucho entusiasmo digno de mejor suerte, con bateas y lavacaras movían a cierto vaivén los utensilios sumergidos en la corriente del río, encontrando según la habilidad de cada minero, más o menos cantidad del rico mineral, que se sabía provenía de una rica veta muy arriba de las montañas.


Largo rato nos entretuvimos aprendiendo a mover la batea de lata o de madera pero… mala pata la mía, no encontré nada de significación que me permitiera decir: ”Fuerzas Armadas de mi Patria, hasta aquí nomás llego, gracias por la oferta, prescindan de mis servicios... ya soy rico”, estaba claro que tenía que cumplir con mi destino. Ni modo.


Pero sí que me bañé en aguas áureas, como eran las del río Isimanchi, - y procuré no realizar ningún enjuague de mi cuerpo, para valer un poquito más - al menos era mi pensamiento en esos andurriales.


Con el baño dorado y por el apremio de mi guía, que aseguraba que debíamos hacer un esfuerzo más, no me resistí y, a poco, nuevamente estábamos calentando las botas que sin ser las de siete leguas¡Dios, adonde me habían llevado!