na vez, que se enjaezaron los mulares y se repartió la carga, nos despedimos de los vecinos y continuamos nuestro caminar. En honor a la verdad y como creo que ya señalé anteriormente el trayecto resultaba agradable sin quebradas mayores ni elevaciones considerables, siendo fácil el deambular por esta especie de valle que se extendía hasta mas allá de Aguas Dulces, un pequeño villorio que lo cruzamos sin detenernos mucho ya que, admonitivamente, mi guía me puso en antecedentes para que me prepare porque lo que nos venía era cosa seria. Tomé nota de la advertencia, pero como ya me estaba considerando tieso para desenvolverme en cualquier situación, lo asimilé sin mayor connotación. Pues razoné, ya estoy manejando satisfactoriamente a mi mular, que mansamente obedece el mando de las riendas cuando cabalgo y, cuando no, voy detrás arreándolo con la vara y mi voz, conforme aprendí de mi guía. En efecto, con esta especie de autoafirmación, lleno de exceso de confianza seguimos mi mula y yo detrás de nuestros precedentes. <- PULSE Comenzó a llover como ya estaba aprendiendo, cómo llovía por allí; y el terreno se hizo desigual y a poco comenzábamos a trepar otra bendita montaña. ¡Qué montaña por favor! Se elevaba mucho y la neblina cubría su cumbre, pero lo que era peor, era el aspecto de la pica por la que nos movíamos. Por precaución y a la fuerza, hubo que hacerlo, ya que en el trayecto aparecieron ligeros montículos y depresiones sucesivas, llenas de lodo. Se llamaban “camellones” y según lo que me contó Cueva Macanchi, esas desigualdades del terreno eran producidas precisamente por los mulares que asentaban sus extremidades en las depresiones llenas de agua y de lodo mientras que los viandantes humanos cuando no cabalgaban posaban sus pies en las eminencias desde las cuales a menudo, como nos ocurrió a nosotros se podía resbalar y caer en los huecos llenos de agua y lodo, salpicándose la totalidad del ser. Desde ahí, creo que aprendí a mirar dónde había que poner los pies, para no meter la pata.